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Se dice que lo que se hace sin pensar es lo
que mejor sale y eso es lo que nos pasó ayer. Teníamos nuestra ruta de
senderismo planificada, como siempre, con nuestros planos y bien estudiada. Era
la ruta de la cueva de
la Venta
de
la Inés, pero
al llegar a nuestro destino se nos prohibió el paso, el guarda nos dijo que
solo se podía realizar los segundos y cuartos sábados de cada mes y hoy no era
el caso, nuestra buena fe y nuestra ignorancia nos hizo caer en el pecado de
preguntar a quién no debíamos, así que con volver sobre nuestros pasos tuvimos
bastante, somos gente que no buscan problemas solo pretendemos disfrutar de lo
que nos brinda la madre naturaleza.
Decidimos bajar hasta las inmediaciones de
Fuencaliente, concretamente a los aledaños de su campo de fútbol, allí hay
varias rutas señalizadas y optamos por coger la de “Las Lastras”, eso sí
después de tomarnos un refrigerio.
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Una vez repuestas las fuerzas, bastón en
mano y mochila a la espalda emprendimos la marcha río arriba. Un terreno
agreste nos esperaba, paredes verticales y veredas a pie de precipicio eran
nuestras compañeras, amén del murmullo del río siempre presente en nuestro
recorrido. Diré que fue una ruta de las que no se olvidan, pues cada rincón por
pequeño que fuera tenía su encanto, musgo en pleno verdor envolviendo las piedras,
enredaderas vistiendo álamos a falta de sus hojas, cascadas de agua sobre
solera de piedra pulida por el paso de esta, alcornoques, sobre todo uno de
dimensiones considerables, castaños y todo tipo de monte bajo. Es un lugar
virgen, tocando lo paradisíaco y nada tiene que envidiar a otros con más
renombre
Así fuimos haciendo nuestra ruta, no exenta
de dificultades, todas superables y superadas, río arriba, sin prisa,
fotografiando en todas direcciones, buscando nuestro objetivo: “Las pinturas
rupestres de
la Batanera”,
pero no iba a ser esta nuestra guinda, para mi y creo que para los demás: Inma,
Josefina, Paco y Manoli, la guinda fue el salto de agua que nos aguardaba ya a
las puertas de la cueva, un salto de unos diez o quince metros de altura que
nos maravilló a los cinco.
Después de fotografiarlo mil veces, subimos
a la cueva, una pared vertical con unos signos dibujados y protegidos por unas
rejas, amén de unos paneles explicativos nos esperaban. Eran las tres y media de
la tarde, nuestro regreso estaba en marcha, subimos buscando el camino de
vuelta, una pista de tierra y grava nos devolvía al coche. La ruta había
concluido y ya estábamos pensando en buscar un segundo o cuarto sábado de un
mes.
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